Amadeus: cruces y dulces
All I ever wanted was to sing to God. He gave me that longing and then made me mute. If he didn’t want me to praise him with music, why implant the desire like a lust in my body? And then deny me the talent?
Amadeus (1984).
Shaffer was very open and flexible. He really was willing to open himself to any suggestion to take the play apart and start from scratch. This is no criticism of the play, of course. What Peter wrote and Peter Hall staged was wonderful. It had the breath of great theater. Now you had to do something to give it the breath of a movie.
Forman.
John McEnroe was a character reference for me – I was looking for people who behaved in ways that meant you would never guess they had such divine abilities. The least conventional wigs were my favourites, but it was changing my hair colour that had the greatest effect on my character. When it was dyed New York taxicab yellow, I became much more extroverted. Even so, I had got through a bottle of Jack Daniel’s developing Mozart’s signature laugh. Miloš had told me the one I’d suggested wasn’t nearly extreme enough, so I tried about a million ideas before I hit on something similar to someone I knew. Mozart was really smart but when he laughed you thought: “This man’s an idiot.”
Hulce.
Salieri was devoted to God and had devoted his whole life to God, but didn’t get the gift that he thought he deserved. Instead, it was given to this foulmouthed Mozart. And so Salieri’s problem was not with Mozart. Salieri decided to go against God. I thought that was very dangerous and very bold. And that’s what I liked about him. He was not a small-minded man. He decided to go after God himself.
My mother, God rest her soul, was an Italian lady. She was a serious Catholic, and when I threw the crucifix in the fire, she was really upset. I said, ‘Mom, it’s just a movie.’ She said, ‘No, no, you shouldn’t do that. When you do that kind of thing, a lot of people take it extremely seriously.’ But I believe that Salieri took it seriously and was offended that God passed him by.
Murray Abraham.
Ninguna escritura sagrada habla de un serafín, lleno de fogoso anhelo por alabar al Creador, condenado a la mudez mientras observa a un pícaro demonio regir el coro celestial. Ningún relato habla de un profeta fallido cuya única intuición consiste en identificar la voz de Dios en un sátiro. El trágico Salieri se erige en una posición que la historia religiosa jamás habría anticipado, de simple testigo frente a una inversión total pero gloriosa de la justicia divina.
Todo aparece diabólicamente al revés en el pequeño Mozart: habla en reversa, toca el clave boca arriba, se deshace en chistes escatológicos y se burla de los dioses, pero los sonidos que articula están en un orden armónico incomparable. Mientras el compositor italiano intenta purificar toda su vida para ser un canal limpio que reciba la inspiración divina, el austríaco encuentra precisamente en las impurezas de la cotidianidad, en los gritos de su suegra, en los chismes de su peluquero, la sustancia para la fertilidad de su música. Sólo éste posee el invisible órgano interno necesario para transmutar el caos, como el de su Fígaro, en absoluta belleza. Desposeído de este órgano, Salieri sólo puede mirar a través de la celda de la partitura, teniendo la inteligencia suficiente para comprender su grandeza espiritual en un mundo donde los músicos son simples súbditos, pero no para reproducirla.
Ninguna épica recoge tampoco la historia de un chico que logra superar a su padre personal y acudir al servicio del Padre celeste, para luego sucumbir ante un niño que jamás pudo salir de la sombra de su progenitor. El joven Antonio “mata” al padre después de un pacto interno con la Divinidad que lo pondrá en camino a la cumbre del poder: un calco de la historia tradicional del héroe, con atragantamiento providencial de por medio. El joven Wolfie sigue por su parte dominado por la severidad de su padre, por la culpa implantada por él, hasta su propia muerte. Pero la magia de su talento sobrepasa con mucho a la de su rival sin importar el escaso desarrollo psicológico de su personalidad, un caso inaudito que acentúa la derrota del narrador, traicionado en su camino heroico ante un infante disfrazado de hombre.
Irónicamente, es el padre de Mozart lo que Salieri codicia en principio, un rector sensible que orientara con mano de hierro su don. Sólo Antonio habría agradecido al rígido Leopold, pero sólo Amadeus está lleno de la voz del Padre Supremo con el que Salieri creía tener un acuerdo íntimo. Dice todo sobre el alma de ambos el hecho de que el italiano convoque a Dios para juzgar a su padre mientras que el niño eterno levante a su padre de entre los muertos, enfundado en traje de piedra, para juzgarlo a él.
Existe una portentosa falta de consciencia en ambos hombres que, paradójicamente, los hermana. Salieri no capta la ironía de ser un servidor humilde del Altísimo que sin embargo intenta castigar al Altísimo con soberbia por violar un pacto mutuo. Mozart no capta realmente la disputa egoica que comporta la rivalidad artística, abandonándose a un juego ingenuo que pisa callos sin piedad y lo entrega a sus enemigos. Enzarzados en sus puntos ciegos, no pueden hacer otra cosa sino destruirse, uno con consciencia asesina y otro con la inocencia de una criatura, hasta extremos casi eróticos.
No sólo comparten deseos por la misma soprano y existe una competencia estética entre las escuelas italianas y germánicas que representan sobre quién comprende mejor el amor: en el momento perverso en que Salieri ruega a Dios que lo penetre cuando planea tomar a la esposa del Amado y en el momento terrible en que acecha a éste en su propia cama, intentando seguir el ritmo de su genio divino hasta la extenuación, se cruzan oscuramente el ardor sensual de posesión con el ardor místico de trascendencia.
En la historia de un hombre que se rodea compulsivamente de dulces con forma de pezón mientras se mantiene inclinado hacia la cruz rogando sin respuesta por la iluminación, parece vincularse la represión sexual con la limitación en la participación con lo sublime. Pero esto resultaría inconcebible para alguien que fundamentó su pacto sagrado en la separación con respecto a la carne. Al final, la única santidad que le será concedida tras este seccionamiento de su humanidad será la de santo patrón de la mediocridad, célebre entre los locos, mientras la risa bufa de Dios resuena en sus oídos.







