Robert de las Ruinas
Vida y leyenda de Hubert Robert.
Finalmente, sosteniendo en mano su conductor fiel
Parte, vuela hacia los lugares donde la claridad lo llama.
¡Dios! ¡Qué éxtasis! Cuando vuelve a ver los cielos
Que creía eclipsados para siempre ante sus ojos.
¡Con qué dulce trasporte pasea su mirada
Sobre su majestuosa y brillante extensión!
La ciudad, el pueblo, el verdor, los bosques,
Parecen ofrecerse a él por primera vez
Y lleno de una alegría desconocida y profunda,
Su corazón cree asistir al primer día del mundo.
Jacques Delille, L’Imagination.
Hubert Robert pintaba cuadros con la rapidez con la que se escribe una carta, sin importar su tamaño, en un mismo día y sin asistentes de estudio. Una verdadera fábrica de lienzos, elaborados velozmente mediante la reinvención y recolocación experta de motivos recurrentes, hasta formar un legado de miles de cuadros, sin contar las decenas de miles de dibujos. Tanta fue su producción que el valor monetario de sus pinturas descendió con igual velocidad en el tiempo por la cantidad insana de su producción, omnipresente en mansiones y galerías europeas. La peculiaridad radica en que casi la totalidad de esta obra está compuesta por un único tópico: edificios en ruinas.
La fascinación con la arquitectura clásica derruida se encontraba en boga durante el siglo XVIII gracias a las recientes excavaciones de Pompeya y Herculano. Los viejos mármoles redescubiertos despertaron un furor arqueológico que los convirtió en parte de una nueva moda entre las clases nobles, originando grandes imitaciones estéticas en forma de espectáculos, diseños de jardín y hasta falsificaciones. Los “capriccios” eran abundantes: una combinación pictórica de monumentos y edificios célebres sin ninguna atención a la coherencia histórica. Pero para Robert se trataba de una pasión personal genuina que se alineaba felizmente con los tiempos. Por más de una década exploró cada columna, arco y escultura romanas en compañía de grandes estudiosos de la antigüedad, protagonizando incluso temerarias escaladas por los arcos del Coliseo y extravíos nocturnos casi fatales en las catacumbas, descritos estos últimos con fama en poemas de Delille.
Con su personalidad afable, aventurera y locuaz, además de su habilidad técnica, Robert se convirtió fácilmente en el pintor favorito del Ancien Régime, no sólo representando sus ruinas favoritas hasta elevar el género menor de la pintura arquitectónica como arte prestigioso y rentable, sino llevando sus paisajes a la realidad como Diseñador de Jardines para la Corona. Robert de las Ruinas, como era afectuosamente llamado, fue procurado incluso por Catalina la Grande para ser su artista protegido en San Petersburgo, recibiendo su rechazo una y otra vez. Uno de los consejeros de la Emperatriz argumentó con filosa ironía que Robert jamás abandonaría un sitio tan repleto de su tema preferido, tan adornado por las ruinas más hermosas y frescas del mundo.
En efecto, la Revolución llevó cruelmente al presente al pintor de la antigüedad: pronto sus lienzos comenzaron a representar no los templos antiguos derruidos sino la fabricación industrial de ruinas modernas mediante demoliciones, desacralizaciones e incendios. A pesar de su bajo perfil e incluso su propuesta posterior de convertirse en un pintor propagandístico para los revolucionarios tras una larga vida apolítica, llegaría el momento de su prisión por “falta de sensibilidad cívica y relaciones con aristócratas”. Mientras el furor del Terror arrebataba cientos de cabezas a su alrededor, Robert se dedicaba a seguir produciendo decenas de pinturas serenas, esta vez retratos de sus compañeros condenados, de los guardias, de las lavanderas de la cárcel, de sí mismo. La figura humana, antes apenas reconocible en la vastedad de sus monumentos, ahora tomaba por primera vez el primer plano con calidez, como una suerte de tímida defensa del individuo con rostro y nombre ante la imposición colectivista. Con sencillez de monje, el pintor puso junto a su autorretrato la proclama en latín Dum spiro, spero: mientras tenga aliento, tengo esperanzas. Fue casi un año de prisión en medio de la caída estrepitosa de la élite a la que había servido con algo de inocencia y placidez, mediante la representación lúdica de una destrucción apocalíptica ahora presente en toda su literalidad.
Su escape de esta nueva catacumba fue tan milagroso y novelesco como su salida de los laberintos de piedra romanos, según cuenta una eterna leyenda. Por una confusión burocrática propia de la masacre caótica, otro prisionero con su mismo apellido fue identificado como él y enviado a la guillotina en su lugar. Liberado poco después de este supuesto enredo providencial, luego de la ejecución del Incorruptible, la fortuna siempre amiga lo llevó a asumir con su jovialidad habitual el papel de curador del incipiente Louvre, colaborando en su establecimiento como gran museo del continente. Su regreso desde los bordes de la muerte debió sentirse como asistir al primer día del mundo, según el decir del poema de Delille inspirado en sus andanzas. Pero cierto tono lúgubre se filtraba ahora en su producción, quizá producto de la consciencia adquirida con dolor sobre la fragilidad de las más veneradas arquitecturas, instituciones y eminencias.
Sus capriccios ahora imaginaban edificios contemporáneos, como el propio Louvre que administraba, en ruinas, con el techo caído y personas explorando, cocinando o tomando cobijo en sus escombros. Quizá dentro de la sensación de colapso que se le había quedado en el alma apesadumbrada aún permanecía cierta dulce melancolía, en la exposición de seres humanos manteniendo humildemente el correr de la vida entre las grietas de un mundo que creyó en su grandeza y ahora se encuentra extinto. Más que ser las viejas figuras graciosas y anacrónicas al estilo de su amigo Fragonard, que corrían entre sus ruinas en sus trabajos juveniles, estos grupos terminan siendo representación del último reservorio de cultura tras un desastre mundial no identificado.
Como era de esperar de este masivo productor de obras, la muerte le sorprendió en su caballete, haciendo caer literalmente la paleta de su mano anciana en medio de la creación de otro enorme cuadro arquitectónico. A la vista de sus pinturas, el filósofo Diderot comentó: “Estas ruinas inspiran en mí grandiosas ideas. Todo llega a ser nada. Todo pasa. Nada en el mundo perdura. Sólo el Tiempo queda”.





